No es que nos paguen por publicitar a Roald Dahl, pero ya que nos han regalado 10 de sus libros originales, los hemos aprovechado para ocupar a los monos en mejorar sus conocimientos de inglés.
DE GEORGE
Roald Dahl
traducido por WILLIE ROE RATAS
ADVERTENCIA A LOS LECTORES: No intentéis hacer la Maravillosa Medicina de George vosotros mismos en casa. Podría ser peligroso
Capítulo I
LA ABUELA
- Voy a comprar al pueblo - le dijo la madre de George a George el sábado por la mañana.
- Así que sé un buen chico y no hagas ninguna travesura.
En cualquier caso, fue algo muy estúpido decirle aquello a un niño pequeño. Inmediatamente le hizo preguntarse qué clase de travesura podría hacer.
-Y no olvides darle a la abuela su medicina a las once en punto - dijo la madre. Entonces salió, cerrando la puerta detrás de ella.
La abuela, que estaba cabeceando en su silla junto a la ventana, abrió uno de sus malvados ojillos y dijo:
- Ya has oído lo que ha dicho tu madre, George. No te olvides de mi medicina.
- No, abuela – dijo George.
- Y a ver si intentas portarte bien por una vez mientras ella está fuera .
- Sí, abuela – dijo George.
George estaba aburrido como una ostra. No tenía hermanos ni hermanas. Su padre era granjero y la granja donde vivían estaba lejísimos de cualquier sitio, así que nunca había ningún niño con quien jugar. Estaba cansado de quedarse mirando fijamente a los cerdos, las gallinas, las vacas y la oveja.
Estaba especialmente cansado de tener que vivir en la misma casa que esa vieja quejica gruñona de la abuela. Ocuparse de ella él solo no era precisamente el modo más excitante de pasar un sábado por la mañana.
- Puedes prepararme una buena taza de té para empezar – le dijo la abuela a George. – Eso te mantendrá alejado de tus travesuras durante unos minutos.
- Sí, abuela – dijo George.
George no podía evitar tenerle antipatía a la abuela. Era una vieja gruñona y egoísta. Tenía los dientes marrones y una boca maliciosa y pequeña, como el culo de un perro.
- ¿Cuánto azúcar quieres hoy en el té, abuela? – le preguntó George.
- Una cucharada – dijo ella.- Y sin leche.
Nunca jamás, ni siquiera en sus mejores días, había sonreído a George y le había dicho "Bueno, ¿qué tal estás esta mañana, George?"
La abuela sorbió el té.
- No está bastante dulce, – dijo – ponle más azúcar.
George llevó la taza de nuevo a la cocina y añadió otra cucharada de azúcar.
-¿Dónde está el platillo? – dijo ella. – No voy a tomarme una taza de té sin el platillo.
George fue a buscarle un platillo.
- ¿Y qué pasa con la cucharilla del té, si no te importa?
- Ya lo he removido yo por ti, abuela. Lo he removido bien.
- Ya removeré yo mi propio té, muchas gracias – dijo ella. – Tráeme una cucharilla de té.
George le trajo una cucharilla de té.
Cuando la madre o el padre de George estaban en casa, la abuela nunca daba órdenes a George de ese modo. Solamente cuando le tenía para ella sola empezaba a tratarle mal.
- ¿Sabes qué es lo que pasa contigo? – dijo la anciana, mirando fijamente a George por encima del borde de la taza con sus brillantes y malvados ojillos.
- Estás creciendo demasiado rápido. Los niños que crecen demasiado rápido se vuelven estúpidos y vagos.
- Pero yo no puedo evitar crecer rápido, abuela – dijo George.
- ¡Claro que puedes! – exclamó. – Crecer es un repugnante hábito de los niños.
-Pero tenemos que crecer, abuela. Si no lo hiciéramos, nunca seríamos adultos.
-Tonterías, niño, tonterías – dijo ella. – Mírame a mí. ¿Estoy creciendo? Está claro que no.
-Pero una vez lo hiciste, abuela.
-Pero solo muy poquito, – contestó la vieja– dejé de crecer cuando era muy pequeña, al mismo tiempo que dejé todos los demás repugnantes hábitos infantiles como la vagancia, la desobediencia, la glotonería, el despiste, el desorden y la estupidez. Tú no has dejado ninguna de estas cosas, ¿a que no?
-Todavía soy solamente un niño pequeño, abuela.
-Tienes ocho años – bufó ella – Eso es edad suficiente para saber lo que haces. Si no paras de crecer pronto, será demasiado tarde.
-¿Demasiado tarde para qué, abuela?
-Es ridículo, – prosiguió ella – ya eres casi tan alto como yo.
George miró detenidamente a la abuela. Realmente era una persona diminuta. Sus piernas eran tan cortas que necesitaba tener una banqueta sobre la que sostener sus pies, y su cabeza quedaba sólo a medio camino de la espalda del sillón.
-Papá dice que es bueno para un hombre ser alto – dijo George.
-No escuches a tu papá – dijo la abuela – escúchame a mí.
-¿Pero qué puedo hacer yo para dejar de crecer? – le preguntó George.
-Come menos chocolate – dijo la abuela.
-¿El chocolate te hace crecer?
-Te hace crecer en la dirección equivocada – le espetó – Hacia arriba en vez de hacia abajo.
La abuela sorbió un poco de té sin quitar sus ojos del chico, que permanecía de pie delante de ella.
-Nunca crezcas – dijo – siempre hacia abajo.
-Sí, abuela.
-Y deja de comer chocolate. Mejor come repollo.
-¡Repollo! Oh no, no me gusta el repollo – dijo George.
-¡Puaj! – dijo George.
-Los gusanos son buenos para el cerebro – repuso la anciana señora.
-Mamá los lava en el fregadero – replicó George.
-Mamá es tan estúpida como tú – dijo la abuela.
-El repollo no sabe a nada sin unos pocos gusanos hervidos con él. Y con babosas también.
-¡Oh no, babosas no! – gritó George – ¡No puedo comer babosas!
-Siempre que veo una babosa viva en una hoja de lechuga, - dijo la abuela – la engullo rápidamente antes de que se escape. Delicioso. – Estrujó sus labios uno contra otro de tal modo que su boca se convirtió en un pequeño agujero arrugado.
-Delicioso – dijo de nuevo. – Gusanos, babosas y chinches*. No sabes lo que es bueno.
-Abuela, estás de broma.
-Yo nunca bromeo – dijo ella. – Los escarabajos son quizá lo mejor de todo. ¡Crujen!
-¡Abuela! ¡Es espantoso!
La vieja bruja esbozó una sonrisa burlona, enseñando sus dientes marrones.
-Algunas veces, si tienes suerte – dijo – puedes encontrar un escarabajo en un trozo de tallo de apio. ¡Eso sí que me gusta!
-¡Abuela! ¿Cómo puedes ser capaz?
-Puedes encontrar un montón de maravillas en trozos de apio crudo. A veces son tijeretas.
-¡No quiero saberlo! – gritó George.
-Una tijereta bien grande y gorda es algo muy sabroso – dijo la abuela, relamiéndose. – Pero tienes que ser muy rápido, querido, cuando te metes una de ésas en la boca. Tiene un par de afiladas pinzas al final de la cola y, si te echa mano con ellas, no te suelta nunca. Así que tienes que morder primero a la tijereta, chop chop, antes de que ella te muerda a ti.
George empezó a retroceder cuidadosamente hacia la puerta. Quería largarse lo más lejos posible de aquella asquerosa vieja.
-Estás intentando escaparte de mí, ¿verdad? – dijo ella, señalando con el dedo la cara de George. – Estás intentando escaparte de la abuela.
El pequeño George permaneció junto a la puerta mirando fijamente a la vieja bruja en su silla. Ella le devolvió la mirada.
¿Puede ser – se preguntó George – que sea realmente una bruja? Siempre había pensado que las brujas solamente existían en los cuentos de hadas, pero ahora no estaba muy seguro.
- Acércate, pequeño – dijo ella, haciéndole señas con un dedo rugoso. – Acércate y te contaré secretos.
George no se movió.
La abuela tampoco se movió.
- Conozco un montón de secretos maravillosos – dijo, y de repente sonrió. Era una fina sonrisa helada, de ésas que una serpiente podría dedicarte justo antes de darte un mordisco.
George dio un paso atrás, dirigiéndose con cuidado hacia la puerta.
-No debes asustarte de tu vieja abuela – dijo, con su sonrisa glacial.
George dio otro paso atrás.
- Algunos de nosotros – continuó ella, al mismo tiempo que se inclinaba hacia delante en su silla y susurraba con una voz ronca que George jamás le había oído antes.
– Algunos de nosotros, - dijo – tenemos poderes mágicos que pueden convertir a las criaturas de esta tierra en figuras maravillosas...
Un hormigueo de electricidad recorrió de arriba a abajo la columna vertebral de George. Empezaba a sentirse asustado.
- Algunos de nosotros – continuó la anciana – tenemos fuego en nuestras lenguas y chispas en nuestras barrigas y magia en las puntas de nuestros dedos... Algunos de nosotros conocemos secretos que podrían hacer que las puntas tus cabellos se erizasen y que los ojos te saltasen de las cuencas...
George sintió deseos de echar a correr, pero sus pies parecían estar pegados al suelo.
- Sabemos cómo hacer que se te caigan las uñas y te crezcan dientes en su lugar.
George empezó a temblar. Lo que más le asustaba de todo era su cara, la sonrisa congelada, los impasibles ojos brillantes.
-Sabemos cómo hacer que te despiertes por la mañana con una larga cola saliendo por detrás de ti.
-¡Abuela!- gritó él - ¡Para!
-Nosotros sabemos secretos, querido, acerca de lugares oscuros donde viven cosas siniestras deslizándose y retorciéndose unas contra otras...
George se abalanzó sobre la puerta.
-Da igual lo lejos que corras – le escuchó decir – nunca podrás escapar...
George corrió hacia la cocina, dando un portazo detrás de él.
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