CUENTOS EN VERSO PARA NIÑOS PERVERSOS: lo que nunca te contaron de... LOS TRES CERDITOS

¡Qué poco sabemos sobre nosotros mismos y qué poco sabemos también sobre los humanos! Por eso intentamos que nuestra labor sea reveladora. A ti, pequeño bicho investigador de dos o cuatro patas, te dedicamos la verdad que hemos descubierto sobre...

LOS TRES CERDITOS



El animal mejor que yo recuerdo
es, con mucho y sin duda alguna, el cerdo.

El cerdo es bestia lista, es bestia amable,

es bestia noble, hermosa y agradable.

Mas, como en toda regla hay excepción,

también hay algún cerdo tontorrón.


Dígame usted si no: ¿qué pensaría

si, paseando por el Bosque un día,

topara con un cerdo que trabaja

haciéndose una gran cas
a... de paja?
El Lobo, que esto vio, pensó: "Ese idiota

debe estar fatal de la pelota...


"¡Cerdito, por favor, déjame entrar!".

"¡Ay no, que eres el Lobo
, eso ni hablar!".
"¡Pues soplaré con más fuerza que el viento

y aplastaré tu casa en un momento!".

Y por más que rezó la criatura

el lobo destruyó su arquitectura.

"¡Qué afortunado soy! -pensó el bribón-.

¡Veo la vida de color jamón!".

Porque de aquel cerdito, al
fin y al cabo,
ni se salvó el hogar ni quedó el rabo.


El Lobo siguió dando su paseo,

pero un rato después gritó: "¿Qué veo?

¡Otro lechón adicto al bricolaje

haciéndose una casa... de ramaje!


"¡Cerdito, por favor, déjame entrar!".

"¡Ay no, que eres el Lobo, eso ni hablar!".

"¡Pues soplaré con más
fuerza que el viento
y aplastaré tu casa en un momento!".


Farfulló el Lobo: "¡Ya verás, lechón!",

y se lanzó a soplar como un tifón.

El cerdo gritó: "¡No hace tanto rato

que te has desayunado! Hagamos un trato...".

El Lobo dijo: "¡Harás lo
que yo diga!".
Y pronto estuvo el cerdo en su barriga.

"No ha sido mal almuerzo el que hemos hecho,

pero aún no estoy del todo satisfecho

-se dijo el Lobo-. No me importaría

comerme otro cochino a mediodía".


De modo que, con paso subrepticio,

la fiera se acercó hasta otro edificio

en cuyo comedor o
tro marrano
trataba de ocultarse del villano.


La diferencia estaba en que el tercero,

de los tres era el menos majadero

y que, por si las moscas, el muy pillo

se había hecho la casa... ¡de ladrillo!


"¡Conmigo no podrás!", exclamó el cerdo.

"¡Tú debes de pensar
que yo soy lerdo!
-le dijo el Lobo-. ¡No habrá quien impida

que tumbe de un soplido tu guarida!".


"Nunca podrá soplar lo suficiente

para arruinar mansión tan resistente",

le contestó el cochino con razón,

pues resistió la casa
el ventarrón.

"Si no la puedo hacer volar soplando,

la volaré con pólvora... y andando",

dijo la bestia, y el lechón sagaz

que aquello oyó, chilló: "¡Serás capaz!"

y, lleno de zozobra y de congoja,

un número marcó: "¿Familia Roja?".


"¡Aló! ¿Quién llama? -le contestó ella-.

¡Guarrete! ¿Cómo estás? Yo
aquí, tan bella
como acostumbro, ¿y tú?". "Caperu, escucha.

Ven aquí en cuanto salgas de la ducha".

"¿Qué pasa?", preguntó Caperucita.

"Que el Lobo quiere darme dinamita,

y como tú de Lobos sabes mucho,

quizá puedas dejarle sin cartuchos".

"¡Querido marranín, porqu
ete guapo!
Estaba proyectando irme de trapos,

así que, aunque me da cierta pereza,

iré en cuanto me seque la cabeza".


Poco después Caperu atravesaba

el Bosque de este cuento. El Lobo estaba

en medio del camino, con los dientes

brillando cual puñales relucientes,

los ojos como brasas en
cendidas,
todo él lleno de impulsos homicidas.


Pero Caperucita, -ah
ora de pie-
volvió a sacarse el arma del corsé

y alcanzó al Lobo en punto tan vital

que la lesión le resultó fatal.


El cerdo, que observaba ojo avizor,

gritó: "¡Caperucita es la mejor!".

¡Ay, puerco ingenuo! Tu pecado fue

fiarte de la chica del corsé.


Porque Caperu luce últ
imamente
no sólo dos pellizas imponentes

de Lobo, sino un maletín de mano
hecho con la mejor... ¡piel de marrano!



'cuentos en verso para niños perversos'

ROALD DAHL
, Versión en castellano de Miguel Azaola

UN DIÁLOGO DE BESUGOS

Saludos, navegantes atrapados en la red. El órgano directivo de El Cleptómono comunica que hoy ha llegado a nuestras costas, debido a la reciente publicación de un artículo de nuestro compañero Willy Roe Ratas (Lo que nunca quisiste saber sobre los caracoles pero aún así vamos a contarte) la carta de un lector que manifiesta su indignación, haciéndonos llegar su particular historia.

Transcribimos literalmente su aletescrito y lo colgamos aquí en el Miccionario, al alcance de todos nuestros lectores.


UN DIÁLOGO DE BESUGOS



Gris, suaves reflejos más o menos rojizos, flancos y vientre plateados. Mancha rojo oscuro en el borde superior del interior de las pectorales. Cabeza fuerte. Diámetro del ojo mayor que la longitud del hocico. Cuerpo rechoncho pero alto. Las largas pectorales no alcanzan nunca el ano.

63 centímetros de perfección, 5 kilos y 59 gramos de nutritiva belleza. Discreto pero elegante.

¡Por las barbas del siluro, si es que estoy buenísimo! Hemos de reconocerlo: a pesar de ser un pez marino muy común, no hay espárido más hermoso en las costas europeas, desde la zona tropical del Atlántico hasta Noruega, ¡ni siquiera en el Mar Mediterráneo!

Y soy capaz de comerme a quien diga lo contrario. De hecho, hasta me vendría bien: ser un besugo vegetariano en esta sociedad carnívora echaría por tierra mi reputación de no ser por mi admirada belleza. No en vano los castellano-parlantes emplean, además de la palabra besugo; el vocablo voraz para referirse a un ejemplar de nuestra especie.

Podría parecer vanidad pero puedo asegurar que, después de haber eclosionado junto a mi casi medio millón de hermanos, fui el más precoz: el primero en abandonar el estado larvario y dejar de formar parte del plancton, cuando contaba tan sólo con 1 año, 9 meses y 41 días de edad.

Tras el abandono de papá y mamá y tras perder de vista a la mayor parte de mis hermanos tenía pensado forjar mi carácter en solitario, escama a escama. Lo de todo alevín... nadar, conocer mundo, dar respuesta a mis preguntas, quizá adentrarme hasta los 300 metros de profundidad, pedir consejo a los ancianos.

Pero no tardé en darme cuenta de que a cada coletazo que daba, los bancos más próximos giraban en perfecta formación, los moluscos se ocultaban torpemente y un escalofrío recorría el pedúnculo caudal de los sargos.

El día de la revelación se produjo poco después, cuando, pensando en mis cosas como iba, tropecé con una enorme dorada.

- ¡A ver si miras dónde pones las aletas! - me escupió. Pero acto seguido nos miramos y se hizo el silencio.

Nos miramos, es decir, ella me miró y yo me miré. Oh sí, os digo que, reflejado en aquel plateado dorso, vi al que podría decirse el más bello de todos los teleósteos perciformes.

En ese mismo momento comprendí que yo no era un cualquiera. Comenzaron a lloverme ofertas para formar parte de los bancos más prestigiosos. Todas las mañanas me acicalaba frente a una concha de almeja pulida, pulpeaba con las jóvenes hembras, hacía amago de sorber algún calyptraea chinensis. Pero poco sabían mis admiradores y conocidos cuánto se alejaba eso de mis auténticos intereses. Mi misión era la Belleza, pero la Belleza con mayúsculas; nada de tonterías de pintarse los morritos con coral importado.

Decidí que lo mejor sería procurarme una buena formación: pronto alcanzaría la madurez sexual, la mancha negra en el inicio de la línea lateral que caracteriza a los besugos adultos no tardaría mucho más en hacer su aparición.

Contacté en secreto con un ermitaño, un Octopus Vulgaris que gozaba de fama como gran sabio y consejero, quien me distinguió oficialmente de los Pagrus Pagrus bautizándome como Calisto (del griego kallistos: el más hermoso) y me inició en el Mar Allá.



Octopus Vulgaris

Mi maestro

Estudié Arte, Literatura, Matemáticas, Filosofía. Comprobamos que en mi torneado cuerpo se cumplía el canon de ocho aletas de Pecicleto, las perfectas medidas del Pez de Betrubio. Pero fue la Biología la que me proporcionó la palabra clave: eugenesia.

Leí infinidad de libros para informarme, compré multitud de enciclopedias, me suscribí a El Cleptómono. Pero el conocimiento traía consigo aterradoras sorpresas.

En el mundo terrenal, del que Octopus me sugirió que me alejase, éramos conocidos como animales más bien torpes y sin capacidad de conversación. ¡Diálogos de besugos, decían, refiriéndose a intercambios verbales sin sentido! ¡Santo Moby Dick! ¿Cómo podían atreverse? Besugos como yo, cultos, bellos, racionales, amantes del arte, pez de habla y aletas. ¿Acaso no conocían a nuestro tocayo, Rousseau*?

Y ¿cómo era posible que en mi enciclopedia de cortejo sexual Eres una bestia, Viskovitz, hablasen de un maldito egocéntrico hermafrodita insuficiente como es un feo caracol y no de MÍ? ¡Y que lo publicasen en El Cleptómono!

Era algo que no podía soportar. Pero lo peor vino después.

-¡¿Hermafroditas!? - me estremecí.

- En efecto - me confirmó Octopus - los besugos, al igual que el resto de los espáridos, sois hermafroditas. Iniciáis vuestra juventud siendo machos, y al pasar varios años, os transformáis en hembras. Siento no habértelo dicho antes, Calisto, pero no quería herir tus sentimientos.

Vaya, tenía que haberlo sospechado. Ya me parecía a mí que era un poco raro que sólo hubiese machos entre medio millón de hermanos.

- E..e..entonces eso significa que.. ¿no podré aparearme con Eugenia?

Ella era la besuga más perfectamente formada (después de mí), deseada por todos los peces del banco. Pero no me había atrevido a acercarme a ella hasta que estuviese verdaderamente preparado. No quería que pensase que iba a ser un pez de verano como cualquier otra. Y después de tanto esfuerzo ¡iba a convertirme en una hembra!

- Es un problema que no tengáis la misma edad. Así que tendrás que darte prisa antes de que... estire la aleta, vamos.

Contuve mis branquias durante un instante. Está bien, está bien. Había estudiado mucho y se trataba de cumplir mi sueño y mi misión. La inexorabilidad de las leyes de la naturaleza me obligaba a hacer caso a los estoicos ¿o es que acaso no tenía agallas para hacerlo?

Octopus nos concertó una cita cerca de la orilla. Pensé que un territorio inexplorado lo haría todo aún más emocionante. A la hora prevista nadé hacia allí, nervioso, pensando qué decir. No sólo importaba mi belleza, eso estaba claro que funcionaría.

Quería conquistarla con mi personalidad, con mi tono de voz, con mi modo de decirle lo hermosa que era y de contarle cosas del Mar Allá. Porque el amor no es más que un diálogo entre los besugos. Eso es lo que importa. Estoy seguro.

Era un cálido día de agosto, el sol poniéndose acentuaba los brillantes reflejos de mi torso convirtiéndolos en un magenta de ensueño. Ella se acercó aleteando tímidamente.

- ¡Eugenia! - la saludé - Estoy encantado de poder hablar contigo al fin. Bueno, aquí estoy, soy yo, Calisto.

- ¿Cenar pisto? - dijo - Bueno, sí, ya había escuchado rumores de que eras vegetariano, pero no sé... yo prefiero unas buenas gambas, ya sabes.

- Estás muy hermosa esta tarde - se me ocurrió decir, un poco aturdido.

- Oh sí, a mí también me encanta el mes de agosto - me sonrió - ¡Cuéntame algo!

Empecé a comprender por qué el lenguaje gestual era tan importante.

- ¿Sabes cómo se pueden reconocer las boñigas de los osos en agosto? - dije sacudiendo la dorsal.

- Tienes toda la razón, no hay quien soporte a esas lubinas.

- ¡Exactamente! Porque están moradas, ¡de comer arándanos!

- Me gustas mucho, Calisto.

- Yo a ti también - le respondí.


Firmado: Calisto Pagrus



Calyptraea Chinensis

Gasterópodos de concha cónica sin agujero ni escotadura


* Rousseau también significa besugo en francés



Producción exclusiva de El Cleptómono

TRAILER - MENÚ DEL DÍA: LO QUE NUNCA QUISISTE SABER SOBRE LOS CARACOLES PERO AÚN ASÍ TE VAMOS A CONTAR

¡Borja! ¡Como te ajogues te mato! ¡Termínate primero el melón! Hola, hola, hola, comensales, lectores, que una vez más acudís a Casa Compotas en busca de la garcillada que nos falta.



Nuestro catador


Como estamos en edad de crecer - bien a lo alto, bien a lo ancho - he preparado, junto a mis mejores pinches de cocina, un menú de degustación especial que hará las delicias de los más atrevidos o de los más hambrientos, una especial tradición de la cocina francesa para el depredador más exquisito y vago.


Pues sí, ¡CARACOLES!, ¿qué miras tú con ese repelús, niño? ¡Come, hijo, come, que es casero! Y para beber, os sugerimos agua de Lanjarón, que alarga la vida y ensancha el corazón. Aunque para eso mejor agua de Bezoya, ¿no? Y si no, pregúntale a Viskovitz:


¿PERO ES QUE NUNCA PIENSAS EN EL SEXO, VISKOVITZ?

¿El sexo? Ni siquiera sabía que tenía uno. Podéis imaginaros cuando me dijeron que tenía dos.


- Los caracoles, Visko - me explicaron los viejos -, somos hermafroditas insuficientes...


- ¡Qué asco! - chillé -. ¿También en nuestra familia?


- No te quepa duda, hijo. Tenemos capacidad para desarrollar tanto las funciones masculinas como las femeninas. No hay nada de lo que avergonzarse.

Me indicó con la rádula el lugar donde se encontraban ambos aparatos genitales.


- ¿Y por qué insuficientes?

- Porque podemos aparearnos sólo con otros caracoles, siempre y cuando exista una inclinación recíproca, pero nunca con nosotros mismos.

- ¿Y quién lo dice?

- Nuestras creencias, Visko. Esa otra cosa tan fea es pecado mortal, aunque sólo sea de pensamiento - me previno papamamá.


- Y también son actos impuros encerrarse demasiado en la concha, hablar consigo mismo y autocomplacerse - añadió mamapapá.

Un estremecimiento de terror me rizó el manto.

- Sería hora de que empezases a mirar a tu alrededor en busca de un buen partido; la estación reproductiva dura sólo unas pocas semanas.
Alargué perplejo los tentáculos en todas direciones.

-¡Pero si los caracoles más cercanos están a meses de camino!


- Te equivocas, hijo, hay jóvenes excelentes en este mismo vecindario.

Pero por allí cerca no veía más que a Zucotic, Petrovic y López, mis antiguos compañeros de colegio.


- Estáis de broma. No pretenderéis que yo...


- Proceden de buenas familias, con un discreto patrimonio genético y buenas perspectivas de éxito evolutivo. La belleza no lo es todo, Visko.


- Pero, ¿los habéis visto bien?


Dirigí el tentáculo rinóforo hacia Zucotic, un gasterópodo descarnado, con la concha prácticamente clipeiforme, el ojo invaginado, el ctenidio atrófico. Resultaba repugnante incluso para los depredadores. ¿Realmente querían tener nietos así?


- Ya verás como, con el tiempo, cambiarás de idea. Los caracoles tenemos un dicho: "Ama a quien esté cerca de ti, pues quien está lejos continuará estándolo".

- Antes muerto.


Saludé y me retiré al interior de la concha. Tapé cuidadosamente el opérculo y lo sellé con sales calcáreas, porque nunca se sabe lo que puede pasar.


- No está bien encerrarse así en la concha, Viskolín, la gente pensará mal.


Al cuerno la gente.


Durante los días que siguieron, por una u otra razón, no fui capaz de pensar en otra cosa que en el sexo, quiero decir, en los sexos.



Al principio eran picores indefinibles, pequeñas turbaciones hormonales que me impulsaron a detener la mirada sobre ciertas arrugas del manto de algunos caracoles, a intentar adivinar las formas bajo la concha, a admirar las sinuosas ondulaciones de su pie ventral al contraerse. Nada que me llegara a preocupar, entendámonos, o que me quitara el sueño. Algunos caracoles del huerto, morfológicamente hablando, no estaban mal, pero caracoles que de verdad encajaran conmigo, que tuvieran la clase y los requisitos zoométricos necesarios para hacer buena pareja con Viskovitz, realmente no se veía ninguno. Llegué pues a la conclusión de que no existían y de que probablemente no habían nacido todavía.

Me equivocaba.

Su majestad, la belleza gasterópoda, apareció de repente, entre las lechugas. Estaba más bien lejos, pero divisaba su deslumbrante perfil, voluptuosamente abandonada al sol, la generosidad de sus formas a duras penas contenidas en la sucinta concha.


Parbleu!


Hechizado, perdí el sueño y el apetito. De repente, para mis antenas oculares sólo existía ellaél. Empecé a secretar moco sin razón. Pero ¿qué podía hacer? ¡Mi estrella distaba de mí por lo menos dos años - caracol! Aun en el caso de que hubiera partido en aquel mismo momento y me hubiera echado a correr como un loco, incluso renunciando al letargo invernal, igualmente habría llegado allí viejo y decrépito.


A menos que... Sí, estaba pensando precisamente aquello. Aquella locura. ¿Y si también ellaél se echara a correr ami encuentro? En tal caso, el punto de encuentro habría estado entre las flores de calabaza, y nos habríamos unido como dos caracoles de mediana edad. Cuanto más pensaba en ello, más me seducía la romántica grandeza de aquel gesto. La zozobra de la anticipación. El sacrificio de la juventud por una promesa de amor. ¿Y acaso el amor no era siempre una gran apuesta? Mirarme me miraba, estaba claro que había notado mi presencia. Estaba muy, muy claro. Había que ser un bivalbo para no comprender las señas de complicidad que me enviaba con las antenas. Quién sabe por qué imaginaba que su nombre era Ljuba.


- ¡Viskooo! - gritaba mamapapá-. No está bien hablar consigo mismo, la gente pensará mal.

- Que piensen lo que quieran.


- Lo que tendrías que hacer es arreglarte, porque viene a verte el señorito López.


López avanzaba fuera de sí, babeando mucosidades y dejándose resbalar, el rostro extraviado por la lujuria, los osfradios dilatados, el mesénquima laxo, la rádula fláccida, anhelante, estaba ya a sólo dos días de distancia de mí. Pero pocas horas más lejos, cargaban también en dirección hacia mí Petrovic y Zucotic, enzarzados en una carrera a muerte por tenerme, por gozar de mi joven cuerpo. Sentí que se me helaba la hemolinfa y se me ponía rígida la cavidad paleal.

Extroflexioné el esófago en un espasmo de repugnancia.
Giré los ojos hacia la lechuga y en un instante - uno de esos instantes en los que se decide una vida - la suerte estuvo echada.

- ¡Allá voy! - grité.
Y también ellaél se movió. Tras seis meses de mantener aquella carrera, estaba destrozado. Los lances pasionales no están hechos para los moluscos, especialmente para nosotros, los caracoles. Tenía las escamas irritadas y el mesénquima hecho pedazos. Acabada la estación reproductiva, los niveles hormonales habían caído, y con ellos los ardores románticos. La juventud se había desvanecido y el moco se resecaba. Veía envejecer mi cuerpo más rápidamente de lo que cambiaba el paisaje. Si la vida es una carrera contra el tiempo, bueno, hay algo de lo que no cabe duda, y es que con los caracoles es él, el tiempo, quien parte como favorito.

Al empezar aquel viaje me había hecho ilusiones de que, por mal que fuera, en cualquier caso habría conocido mundo, territorios inexplorados y culturas extranjeras, distantes decímetros y decímetros. Pero comprendía que el mundo entero era verdura. Me había hecho la ilusión de poder cortar definitivamente con el pasado, pero cada vez que giraba las antenas, familiares y conocidos estaban siempre allí, con sus miradas cargadas de reproche, la expresión defraudada y enfurecida. Los caracoles de la infancia permanecen siempre en nuestro campo visual, y también los de nuestra vejez. Para nosotros no existen los encuentros fortuitos, y tampoco existe la intimidad. Comprenderéis ahora por qué uno necesita la concha, a pesar del trabajo que supone llevarla todo el día a cuestas.


Pero yo continuaba corriendo a su encuentro, suspirando y soñando, con los ojos abiertos, durante la noche, bajo la luz de la luna,con el perfume del perejil y la caricia del viento en las escamas. Y también ellaél venía a mi encuentro. Aquello era lo único que contaba. Llegó el invierno, y tras otros tres meses, la primavera y los brotes de las primeras flores de calabaza.

Y luego el momento tan esperado.


Estaba asustado, se me había venido encima el mundo entero. ¡Yo había creído realmente que venía a mi encuentro, que respondía a mis llamadas!. Élella era una imagen reflejada. Daba vueltas en torno a aquel grifo y me veía llorar en silencio las últimas gotas de moco. Pobre Viskovitz.

Después me apoyé en aquella superficie cromada y me eché a reír a carcajadas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me burlaba, o mejor, nos burlábamos. Pero de pronto mi imagen se puso seria y empezó a observarme atentamente. No podía quitarme los ojillos de encima: era todavía un animal soberbio, probablemente el más atractivo que hubiese existido nunca, extraordinariamente sexy par ser un molusco. Rádula sensual y escamas de fábula, físico sólido y elástico, concha mimética pero elegante, atributos reproductores...
parbleu! En un instante se me aclaró el sentido de toda aquella historia. Doblé tímidamente las antenas oculares, la una hacia la otra, y por primera vez mi pupila derecha miró fijamente a la izquierda Sentí el cortocircuito eléctrico, el estremecimiento del alma, y sólo fui capaz de balbucear una frase trivial:

- Te amo, Viskovitz.

- Yo también te quiero, bobo. Con la rádula acaricié delicadamente el exóstoma, con la parte distal del pie ventral rocé la proximal. Sentí entonces la cálida presión del rinóforo, que se insinuaba bajo la concha, y una fuerte conmoción me inmovilizó en el centro mismo de mi ser.

- Oh, cielos, ¿qué estoy haciendo? - balbucée.

Pero ya me abandonaba a mi propio abrazo, me aferraba a mi propia carne. Ebrio de deseo, me apretaba contra mí mismo, palpitaba al contacto glutinoso del derma, me emborrachaba con el humor viscoso de moco, golosamente entregado a la posesión de aquellos miembros adorables. Me abracé a mí mismo estrecha y desesperadamente.


Cuando hube terminado, me di cuenta de que, en el ardor de la pasión, había salido de la concha y estaba con la tripa al aire, desnudo, con los sexos al viento. Y que las miradas de todos se dirigían hacia mí. Sólo en el radio de un decímetro había tres familias de caracoles, y podéis imaginaros sus reacciones.


- ¡Qué asco, lo que hay que ver! - se quejó un vecino.


- Serás condenado por toda la eternidad, Viskovitz - se desgañitó otro.
Les gritaban a sus hijos que se giraran, pero ellos se guardaban muy mucho de girar las antenas.

- Te daremos una lección - amenazaban.

¡Como si alguien hubiera sido apalizado alguna vez por un caracol! Ya había sufrido bastantes afrentas, así que, en lugar de retirarme al interior de mi concha, me erguí delante de ellos:

- ¡¡¡Hermafroditas insuficientes lo seréis vosotrooos!!!- les chillé a aquellos hipócritas.

Los días que siguieron fueron los más felices de mi vida. El viento primaveral me había traído el regalo de dos grandes pétalos amarillos; en ellos me tendía lánguidamente y me perfumaba, feliz de ser un molusco y de estar enamorado. Había sustituido la concha, demasiado inapropiada para la compleja geometría del ctoerototismo hermafrodita, por aquel nuevo hábitat. Pero mi historia no había dejado de causar escándalo:

- No es más que un típico ejemplo de la descomposición que padece la sociedad gasterópoda - decía alguien -. El Yo ha sustituido a la conciencia social, triunfa la personalidad narcisista. El individuo se repliega sobre lo personal y lo privado...


Confieso que sobre lo privado me replegaba gustosamente. Era una de las pocas ventajas de no tener columna vertebral.

Y había también quien intentaba psicoanalizarme:

- En el narcisismo secundario el amor frustrado vuelve a sí mismo y da vida al delirio de grandeza, a la sobrevaloración del propio ser. El Yo se siente Dios...

No, no se me había pasado nunca por la cabeza la idea de ser Dios. Si acaso era Él quien ponía en circulación ciertos rumores.


"...Frente al acoso de la vejez se quebranta el sueño de la extensión feliz de la omnipotencia infantil y se desmorona el sistema de autodefensa del narcisista..."


Debo admitir que detestaba envejecer. La vejez me ponía celoso. Más de una vez me sorprendía a mí mismo abandonado a fantasías sobre un caracol más joven y había acabado con el corazón hecho pedazos. Naturalmente, aquel caracol era siempre yo, la imagen de mí mismo muy rejuvenecido y tumbado sobre la lechuga, pero eso no hacía que el dolor fuera menor. Y entonces me encerraba en la concha y lloraba. No renunciaba a mi amor. Mis ojos dejaban de mirarse el uno al otro.

Pero la vida continuaba, y viene a cuento decirlo porque estaba encinta. Me aterrorizaba la posibilidad de que las historias que se cuentan sobre la autofecundación fuesen ciertas y que naciesen monstruos. Individuos con la concha torreada o con el pie bífido, que habrían intentado hacerme sentir culpable para el resto de mis días.


Me equivocaba.


Apenas vi la pequeña concha recién nacida de mi hijo Viskovitz, la reconocí. Su majestad la belleza gasterópoda. Era la copia perfecta de su progenitor, más similar a una divinidad que a un molusco. Tan pequeñito, parecía un caracol visto de lejos,
aquel caracol visto de lejos. ¡Qué bello era! Con la rádula le acaricié delicadamente el exóstoma, con la parte distal del pie le rocé la proximal...

- Te amo, Viskovitz - balbucée.


- Yo también, Viskovitz - respondió.


Como en los cuentos, el amor triunfaba. Pero esta vez no tendría fin. Nunca tendría fin.

- ¡Qué asco! ¡Lo que hay que ver! - se quejó un vecino.

ALESSANDRO BOFFA: ERES UNA BESTIA, VISKOVITZ



Y SOBRE TODO:

PIENSA EN ESTO CADA VEZ QUE TE COMAS UN CARACOL